sábado, 6 de agosto de 2011

Al Fondo

Aligero mis pasos hacia el fondo: a la derecha está la puerta. Con ímpetu intento abrirla, pero no cede: el pestillo esta echado. Un sudor frío recorre todo mi cuerpo, noto como se me eriza el vello y se me pone la carne de gallina: un escalofrío me sube por la nuca. Pienso en relajarme: respiro profundamente varias veces. Miro hacia atrás: tengo la sensación de ser observada. Tengo las mandíbulas apretadas y mi cara refleja: «no puedo más». Aunque nadie me mira, cada segundo que pasa me siento más y más incomoda: siento mil ojos clavarse en mi nuca. Ya debe quedar poco para que se abra la puerta, la espera parece una eternidad: me desespero. Mi respiración se agita y el corazón se me dispara: mi cuerpo se tensa. Intento entretener mi mente: miro la puerta (es de madera oscura, quizás roble... tiene dos grandes cuarterones, uno encima de otro; el picaporte dorado se transforma en mi mirada, diciéndome: «gírame»). Sin darme cuenta, mis pies dan pasitos cortos, casi saltitos: esta espera me desespera. Por fin escucho descorrer el pestillo: unos segundos más y todo acabará. Con las piernas cruzadas y disimulando, estoy debatiéndome en ése instante crítico del que se sale vencedora y airosa o abochornada y avergonzada, triunfal o vencida por la situación: este es uno de esos momentos en la vida en la que una es completamente vulnerable. La puerta se entreabre… y de un empujón aparto a la rubia gorda. Mi meta a sólo unos pocos metros. Cierro tras de mí. Sin tiempo de descolgarme el bolso intento llegar a él y... por fin me siento. Un suspiro de alivio sale de lo más hondo de mi ser: creí que no llegaba.

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